Si yo no fuera yo, el chico del colectivo podría ser perfecto para mí.
Las interminables discusiones de filosofo-política-comunicación-trascendencia-vidaycaos-revolución que mantenemos en 40 minutos sobre ruedas y 5 por las calles, podrían extenderse a horas, noches, bares, balcones, camas.
Podríamos seguir descubriendo coincidencias sorprendentes y diferencias irreconciliables por el resto de la eternidad, y a mí no me molestaría tener que resignar por eso un poco de magia incurriendo en actos de normalidad tan detestables como decirle mi nombre o tener su teléfono.
Después podríamos pasar toda la vida en una cabaña como dos ermitaños aislados del mundo pero unidos para darse la fuerza de seguir siendo ermitaños, como siempre soñé, y sospecho que tal vez el también. Si él consiguiera trabajo y a mi no me despidieran del mío, viviríamos de que él le escriba a la distancia los discursos a un político y yo las notas a una periodista, y nos reiríamos (no a carcajadas, sino con la media sonrisa que ponemos en el colectivo) de cuando creíamos ingenuamente que el mundo tenía sentido, yo pensaba ser periodista y él dedicarse a la política.
Y con mucha más suerte yo sería una escritora ermitaña, y él no sé porque su sueño más ambicioso todavía no se lo pregunté.
Por las noches, en vez de escaparme para estar sola, como siempre quiero hacer ahora, me escaparía para estar acompañada, o para volver un ratito a la ciudad. Y el se podría escapar a las mañanas. Y nunca nos preguntaríamos nada.
Si no fuera yo, no me pondría estas excusas, como el reparo por si llega a ser un psicópata o la afirmación irrefutable de que una vez que sepamos nuestros nombres o perdamos el miedo de no volver a vernos nunca, nos vamos a dejar de caer bien. Es que no aprendí a vivir de otra forma, mi trago preferido son 8 medidas de fantasía, una y media de miedo y media de realidad. A lo mejor, me podría llegar a enamorar.
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