No, nunca hice lo que quise. Pero conocí a una mujer que si. Se paseaba por los bares y todo para ella era gratis, nunca ví que le cobren una cerveza. Una vez nos llegaron tres misteriosas botellas de vino antes de que el responsable, rey del barsito-quiosco de más malísima muerte de toda la avenida, revelara que era él. No, por si cabe duda, ella nunca derrochó ni un beso por eso. Solo palabras.
Siempre había alguien dispuesto a acompañarla hasta el fin del mundo, y en el fin del mundo la esperaban también. Bastaban dos minutos de conversación para que cualquiera la declare la más simpática del Oeste. Pero por simpática no dejaba de ser linda, la más linda de todas para mí. Se le perdonaba todo. No tenía excusas, tenía una sonrisa transparente que confirmaba que no tenía mala intención. Así podía reprochar que la hicieran esperar quince minutos, aunque a ella cualquiera la esperaba dos horas tarde. Dos horas enserio. Y la vi tardar cuatro, cinco, seis. Pero siempre cumplía, siempre llegaba a la fiesta, aunque fuera a las siete de la mañana para ayudar a levanta a los caídos.
Yo nunca la esperé tanto, pero no por preferencia ni compasión conmigo. Mi táctica para no sentir el abandono fue ir siempre yo, a buscarla hasta la china.
Si yo no fuera yo, la habría envidiado (cómo tantas). Pero tuve el extraño privilegio, un día, entre mal entendido, cobardía y vino, de ganarme su confianza. Así supe que no. Que tenía sus secretos y la vida no le sonreía como ella le sonreía a la vida. Así que no pude ya querer ser ella. Y me quedó quererla, nada más quererla. De una forma rara, avasallante pero ingenua. Con culpa e inocencia. Con una intensidad que diría que viene de otra vida, si no fuera porque es ella, y no yo, la que se permite creer en esas cosas.
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